Una mirada bastó para encender la llama.
La última vez que nos vimos quedaron muchas cosas por decir; siempre hubo una atracción más allá de la amistad que compartíamos, pero también un motivo para no dejarla evolucionar. Esta vez, tras años sin vernos, los ojos dijeron lo que nuestros labios no se atrevían a pronunciar, y escuchamos la llamada del otro nítidamente.
Cruzamos la sala hasta quedar a pocos centímetros de distancia y nos sonreímos. Habíamos cambiado, sí, pero éramos mejores versiones que aquellos adolescentes plagados de miedos, vergüenzas e inseguridades. El magnetismo permanecía inmutable. Sin pensarlo alargué los brazos, rodeé su cuello y mis labios se fundieron con los suyos.
Sus manos se aferraron a mi cintura, atrayéndome hacia él. El beso largo y apasionado resultaba absurdamente natural, ¿cómo era posible que hubiéramos tardado años en dar el paso que ambos deseábamos cuando era evidente que debía pasar…?
Buscamos el lugar más tranquilo de aquella fiesta, escondidos en la habitación donde los invitados habían dejado los abrigos. Podríamos haber salido de allí y buscado un lugar más privado, pero la sola idea de dejar que algún factor alterara nuestro plan, como parecía que lo había hecho toda la vida, era demasiado arriesgado como para dar pie a ello.
Al cerrar la puerta le empotré contra ella, dejando que mis manos fueran deshaciéndose de su ropa prenda a prenda, necesitaba sentir su piel, olerla, dejar que me envolviera y que mi cuerpo pudiera cerciorarse de que aquello no era una ensoñación de medianoche; era real, y eso asustaba un poco. Años de expectativas se ponían a prueba en un lugar inesperado.
Antes de que acabara de desnudarle agarró mis manos y las sujetó a mi espalda con las suyas, sus labios recorrían mi cuello con pequeños besos, bajando lentamente hasta mi pecho, mi tripa, mis caderas. De vez en cuando buscaba mis ojos, quizá como yo, comprobando que aquello estaba pasando de verdad. Se colocó a mi espalda y deslizó sus manos sobre mis caderas, levantando y librándose de mi vestido mientras sus labios se acercaban a mi cuello y su boca me susurraba todo el tiempo que llevaba deseando eso.
Me estremecía con su voz y apretaba mi cuerpo contra el suyo para sentir cuánto se estremecía él con mi piel. Paseó levemente la mano por mi pecho, pellizcando rápidamente los pezones antes de seguir el camino hacia mi vulva. Coló sus dedos entre la tela y acarició con delicadeza y pericia los labios y el clítoris; continuó hacia mi vagina, metiendo varios dedos de golpe y haciendo que mi cuerpo se sacudiera contra el suyo al ritmo de su penetración.
Movía las caderas contra su pelvis cuando le susurré “necesito tenerte dentro”. La vergüenza de otra época había desaparecido, no temía pedir, y él no temía dar. Me incliné contra la pared sujetándome con una mano y apartando mis bragas con la otra. Él me siguió, abrió las nalgas con sus manos y penetro lento hasta quedar prácticamente fusionados en uno. Permanecimos así unos segundos antes de que empezara a bombear rítmicamente. Me sujetaba con fuerza las caderas y ambos gemíamos como canto al azar que nos tenía allí, por fin, dando rienda suelta a esa atracción que nos devoró durante años. Ardíamos en placer, alimentando esa llama que no dejaríamos apagar tan fácilmente.
Nuestro tributo al fuego se vio interrumpido bruscamente. Parece ser que hay gente a la que le gusta recuperar sus abrigos antes de irse de una fiesta...