Recuerdo perfectamente la primera vez que me ataron, me abordaron tantas sensaciones en un mismo instante. Me sentía nerviosa, ansiosa, con la curiosidad por las nubes pero a la vez calmada y confiada.
Confieso que soy una persona a la que le gusta tener el control sobre las situaciones y sobre mi misma. Incluso, existen ocasiones donde poseer el control se convierte en una necesidad casi imperiosa para sentirme segura, pero querer tener siempre el control es ilusorio e irreal. Y a veces, hasta enfermizo.
Ahora imagina, ¿cómo crees que fue para mi cederle el control a otra persona? ¿Dejar que me aten? ¿Mantenerme inmóvil? ¿Olvidarme de todo mi control?
Sublime, fue sublime.
Cuando empieza el ritual en la habitación se aguarda calma, puedo sentir como mi respiración se fusiona y se acompasa con un estado de placidez especial. Me gusta cerrar los ojos para adentrarme más en los sentidos, en mi propia consciencia sobre ellos.
A mi lado, escucho ligeramente a la persona que me acompaña preparar las cuerdas, en silencio, concentrado y pendiente de mi. Entonces todo empieza. A paso firme se dirige hacia a mi con las cuerdas en la mano, las sitúa cerca de mi nariz y me susurra “Judith, inspira”. Obedezco. En ese mismo instante el olor a cáñamo de las cuerdas me inunda por dentro y con ese simple gesto, consigue condicionar ese olor al estado único en el que me encuentro sumergida.
Sentado muy cerca de mi, comienza a pasear las cuerdas sobre mi piel pálida, se entretiene pausadamente en cada movimiento, en cada nudo, en cada atadura.
Me seduce observarlo. Lo hace con una calma y una delicadeza exquisita, seguro en cada uno de sus pasos y sin descuidarme ni un solo segundo. Me mira constantemente.
Me siento adorada. Él observa mis gestos, mis expresiones, mi respiración, cuida al detalle mi seguridad y me pregunta a cada paso si me encuentro bien y si estoy cómoda. Lo estoy, completamente.
Sin poder darme apenas cuenta, las cuerdas se empiezan a apoderar de mi.
Estoy desnuda, vulnerable y expuesta a una situación que trastoca mi percepción del tiempo y va ascendiendo sutil y pausadamente. Me va sumergiendo.
Como explicarte que en ese instante la presión de las cuerdas simula un abrazo sobre mi cuerpo. Un abrazo que nunca termina, como si las propias cuerdas fuesen una prolongación de la persona que me está atando. Me siento protegida, suspendida en un estado que desconozco.
Estalla en mi una gama de contrastes que roza la dulzura y la perversión, lo puro con lo lascivo, el morbo con la inocencia. La libertad y la sumisión.
Me siento libre olvidándome de mi control, de mis responsabilidades, de mi rutina diaria, de mis obligaciones. Soy libre sin más. Mi única y plácida preocupación es regocijarme en mis emociones.
Me siento como una niña
a la que le están consintiendo todo a la vez
y no puede pedir más.
Me olvido hasta de quién soy,
o quizás,
es justo ahí cuando me encuentro. >>
A continuación, me complace compartir una sesión fotográfica a mano del fotógrafo Juan Carlos Gallego y con el material de cuerdas decido por Miorgasmo.com.
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